La Saudi Telecom Company (STC), la teleco controlada por el fondo soberano de Arabia Saudí, adquirió en septiembre un 9,9% del capital de Telefónica, con una inversión de 2.100 millones de euros, pasando a ser el primer accionista, por delante de BBVA y CaixaBank. La operación se realizó con la compra de un 4,9% en acciones y un 5% a través de derivados.

Cuando la noticia saltó a los medios, el actual ministro para la Transformación Digital y de la Función Pública, José Luis Escrivá, exclamó: “¡Qué bien que existan inversores tan importantes como los fondos soberanos en el mundo!”, celebrando que un fondo soberano como el de Arabia Saudí “apueste por España y las empresas españolas”, y subrayando la supuesta “parte positiva que tienen estas apuestas de grandes inversores internacionales en España”.

Por lo visto, la operación no tenía el carácter tan benéfico que le asignaba el ministro, cuando el gobierno ha tenido que intervenir para adquirir un paquete de acciones de forma directa del 10% del capital accionarial, y también pidiendo a la Caixa que refuerce su presencia en el accionariado, a fin de evitar perder el control nacional sobre la dirección de Telefónica.

De hecho, el Gobierno había aprobado en julio del año pasado un Real Decreto que venía a reforzar el control sobre las inversiones extranjeras en empresas españolas con actividades relacionadas directamente con la defensa nacional. En este sentido, Telefónica es una compañía estratégica para España, pues dispone de activos de primera clase, con plataformas tecnológicas en áreas como la inteligencia artificial, el edge computing y el Internet de las cosas, y tiene además una estrecha relación con el Ministerio de Defensa, con más de 150 millones de euros en contratos, buena parte de ellos relacionados con la implantación del 5G, una tecnología que el Gobierno prevé como pieza clave de las operaciones militares.

Pero dicho decreto se queda corto cuando la vinculación con el sector de la defensa no es tan evidente. Así, ante la reciente apuesta del fondo de Emiratos Árabes Unidos para comprar Naturgy mediante una OPA, ha puesto en evidencia la incapacidad de las políticas y leyes disponibles para garantizar lo que durante mucho tiempo se ha considerado irrelevante, el control nacional sobre las principales empresas que operan en el país, incluso cuando, como ocurre en este caso, se trata de la primera empresa española interlocutora de Argelia, un socio comercial que últimamente no anda muy contento con la política española en relación con el Sáhara, y que previsiblemente tampoco se va a alegrar si su interlocución comercial en materia de suministro de gas a España tiene que pasar por una empresa controlada por los EAU.

Hoy los fondos públicos disponen de grandes participaciones en empresas españolas estratégicas que operan en el sector energético, de telecomunicaciones, turístico o inmobiliario. Parece una paradoja, cuando en realidad es el resultado de la incompetencia política de los gobiernos españoles, que las mayores empresas eléctricas estén en manos una, del Estado italiano, y la otra, controlada por el Estado catarí y el Estado noruego: ¿pero no se nos había vendido que la presencia del estado en las actividades productivas es siempre mala, y que hay que reducirla en la medida de lo posible? Pues al parecer no piensan así los gobiernos que disponen de fondos públicos de inversión, donde gestionan las rentas obtenidas de sus grandes ventas de materias primas, y los emplean en comprar participaciones de control en todo tipo de empresas, garantizando que estas dediquen siempre una buena parte de sus ganancias a remunerar a los accionistas, incluso relegando si es preciso otros objetivos empresariales como la modernización tecnológica o la inversión.

Ya va siendo hora que las políticas públicas asuman que hay una diferencia fundamental entre una inversión extranjera que se dirige a crear una nueva actividad de producción, o a expandir una ya existente, que hay que alentar con las políticas de atracción pertinentes, y otra inversión que a lo que aspira es a tomar el control de una empresa ya existente, para ponerla al servicio de los intereses del capital que llega como nuevo inversor, pero que en general no aporta nada relevante a la dinámica empresarial, salvo las rentas extraordinarias que perciben quienes venden sus acciones a un precio superior al que venían mostrado en el mercado antes de dicha inversión. De esta, cuanto menos, mejor, por mucho que ministros cualificados opinen lo contrario.

En Euskadi tenemos la experiencia de cómo ese tipo de inversión de toma de control, que se prodigó en los años ochenta, sirvió sobre todo para que los nuevos inversores y propietarios se quedaran con las carteras de clientes de las empresas vascas adquiridas, para posteriormente cerrar estas y sumir al país en una crisis industrial de la que todavía no nos hemos recuperado. Y a tenor de algunas operaciones de compraventa recientes, como el caso de Gamesa, aún no hemos sacado las consecuencias pertinentes de dicha experiencia.

En los últimos diez años, Euskadi tan solo ha recibido unos 18.300 millones de euros de inversión extranjera, el 6,7% de la inversión directa que ha llegado a España, es decir, un porcentaje inferior al peso de la industria vasca en la española, que ronda el 10%, y además una inversión muy concentrada en sectores tradicionales: la cuarta parte de la inversión que se dirigió a la producción de armamento, de motores, otra cuarta parte se dirigió al sector de producción de energía eléctrica, pero no precisamente a crear nuevas empresas o nuevas líneas de productos, por el contrario destacan las inversiones de 2017 y 2021 por las cuales el estado de Catar adquirió el 8,7% del capital de Iberdrola y el Estado noruego el 3,7%.

El sector de la construcción aeroespacial ha recibido en la última década cerca de 2.500 millones de euros de inversión, un 13% del total. Pero es casi el único sector de alta tecnología por el que apuesta la inversión extranjera en Euskadi, pues por ejemplo el sector informático y electrónico apenas ha recibido 70 millones de euros de inversión extranjera en diez años, o los servicios de ingeniería, arquitectura y de investigación y desarrollo, 88 millones.

Sin duda, una asignatura pendiente en todos los países europeos, y también en Euskadi, es definir una política de inversión que diferencie claramente las inversiones de compra de activos de las inversiones de producción. Las primeras, en contra de lo que afirmaba el ministro Escrivá, no tienen casi ninguna utilidad, más bien al contrario, en términos de creación de empleo, impulso a la innovación y despliegue de nuevas capacidades de producción en el entorno local. La segunda, solo se puede incentivar allí donde las administraciones demuestran con hechos, y en particular con inversiones públicas, un compromiso real con el desarrollo del tejido productivo industrial y de servicios de alto valor añadido. Lo que apunta a otra tarea de las políticas públicas, que deben definir las prioridades sectoriales a las que se apuesta en un entorno territorial determinado. Las políticas de café para todos, políticamente rentables a corto plazo, tampoco sirven. Hay que mojarse. Profesor titular de Economía Política en la EHU/UPV