Un conocido concejal de Pamplona anunció hace días que padece cáncer de próstata, y en seguida las redes se inundaron de mensajes de ánimo. De izquierda a derecha, con una u otra bandera, gentes de variado pelaje le mostraron su cariño, lo cual dice mucho de él y también de quienes saben distinguir la cercanía humana de la lejanía ideológica. Y es que, salvo excepciones casi patológicas, la mera condición de personas nos iguala más que cualquier otra característica, sea el sexo biológico, la identidad de género, la adscripción banderiza, la opción sexual, la fe religiosa y hasta la pasión futbolística. Es una obviedad, pero no lo es tanto.

Me pregunto por qué hay que esperar a oír el timbrazo de la enfermedad, que revela un miedo más profundo, para ponernos en el lugar del otro. Olvidamos que antes somos muy parecidos en cualidades y defectos, que todo quisqui tiene un mal viernes, que cualquiera puede equivocarse, que la duda es patrimonio universal, que la vanidad ronda por doquier, que la soledad acecha sin brújula. No hace falta intuir la sombra del dolor o la parca en casa ajena para sentirse un poco el prójimo. Mejor hacerlo bajo la luz diaria de la vida.

Llámeme cursi, pero entre el odio al adversario político y la solidaridad tardía, casi obligada, hacia el mismo sujeto por un problema de salud, cuánto molaría una relación menos extrema, más cordial. Empatizar no significa amar, ni siquiera comprender: basta con valorar el invisible hilo que nos une y asemeja. Ciertos ediles habían dejado de saludar a Koldo Martínez en ese Ayuntamiento. A ver si mejorando él mejoramos todos.