Cuando se denuncia una preocupante cultura de la violencia, hay quien te mira raro. Luego, todo el mundo corre a condenar la agresión a un candidato por un tipo que no representa a nadie pero que, por convicción o falta de medicación -vaya usted a saber- se ha visto influido por una corriente de legitimación de su derecho a agredir. El ataque a Imanol Pradales cambió el guion electoral ayer. Hasta entonces, nos preguntábamos si la entrevista a Pello Otxandiano en la que explicitó su negativa a identificar como terrorista a ETA explicaba la razón por la que EH Bildu ha sido tan restrictiva en la exposición de su candidato a los medios. Lo dicho y lo no dicho tienen poco de nuevo, pero en la última semana de campaña agarrarse a matices retóricos frente a la violencia pone a prueba no ya al candidato sino a la sociedad vasca.

Nadie duda de que Pello Otxandiano querría que no hubiera habido asesinatos de ETA ni de ninguna otra índole. Ocurre que, en el día en que un energúmeno agredía -posteriormente, eso sí- a su principal rival, chirrió aún más el relato acomplejado que decide relativizar el intento de imponer mediante la práctica del terror un objetivo político que no es ya la independencia sino el socialismo de república popular-. Está en el ADN del candidato, que es el de Sortu, y padece su renuncia ética.

El modelo de país de Otxandiano no es diferente del de quienes le precedieron y pasaron de asumir la lucha armada como una fase legítima de su proceso político a admitir el callejón sin salida en el que les había metido. Otxandiano, como Casanova o Rodríguez, representa la sucesión por razón de edad, pero no la renovación del pensamiento político que entendía como necesaria la resistencia violenta que ahora quieren dejar atrás sin explicaciones, como un fenómeno atmosférico que ya pasó. Sin reprobar éticamente la violencia después de liderar su justificación intelectual; sin condenar su propia historia y admitir que las vidas perdidas no se perdieron espontáneamente. De hecho, la carencia de una confesión ética de estas circunstancias tiene dos características inhabilitantes para la normalización política.

La primera es que administra un imaginario en el que esas vidas segadas y condicionadas -las de los militantes propios- son una aportación a las expectativas de éxito que maneja ahora EH Bildu. Un camino doloroso que está en disposición de propiciar el premio de la victoria electoral.

La segunda, que la credibilidad del amansamiento dialéctico de los últimos meses padece la misma falta de solvencia que el resto de vaivenes tácticos de su discurso histórico. Del rechazo a las instituciones, a querer dirigirlas; de propugnar la unilateralidad a supeditar la construcción nacional a la consecución del poder.

La argumentación de EH Bildu no da para que sus candidatos a liderar el país despejen la duda de que el procedimiento democrático solo sea para ellos coyuntural. No significa que esa carencia, por sí misma, vaya a derribar electoralmente su castillo de naipes de relato político. Acredita que ese castillo de naipes existe pero no implica la decisión del electorado de tumbarlo. Este tiene en sus manos el 21-A amortizar definitivamente la renuncia ética de EH Bildu o recordarle su deuda. No se trata de que la campaña gire en torno a una violencia desaparecida hace 12 años sino de que nadie tenga la tentación de darla por asumible escondiendo sus carencias éticas tras un discurso social necesario y, por ello, que no debe pervertirse.